jueves, 24 de febrero de 2011

PASOLINI LECTOR DE SADE

PASOLINI LECTOR DE SADE


Ensayo presentado en los comentarios al filme: “Los 120 días de Sodoma o la escuela del libertinaje” en el ciclo de cine “Películas de impacto” en la Facultad de Psicología UASLP, marzo 2009

Antonia Reyes
Profesor Investigador del Instituto de Investigación y Posgrado Facultad de Psicología



“Las obras que el mundo llama inmorales,
son las que nos muestran nuestra propia vergüenza”
Oscar Wilde.



El marqués de Sade, nos dice Appollinaire, era sensible a la poesía y al lirismo de Petrarca. De este “divino” hombre de letras, habría de ser Pasolini, el que infringa a cada voyeur su lugar de espectador para la obra del cineasta y de esa forma ponerlo en su lugar desde el mullido sillón de la sala y entre la frágil brecha paradoxal de las buenas costumbres y la indecencia. Pero Pasolini se divierte. Se muere de risa imaginando las muecas de los que miran las atroces torturas de los cautivos en “la escuela del libertinaje” caracterizando así a través de esta obra, el neorrealismo en un clímax por demás odioso: el de los aspectos de la vida. Es quizá esa característica que muchos han llamado neorrealismo, la que impide que no se borre del todo la intención de este cineasta italiano, lector de Sade: recordarnos las miserias del humano.

Es interesante conocer que “Los 120 días de Sodoma o la escuela del libertinaje” es un escrito incautado en la Bastilla. La anécdota es por demás curiosa. Esta fortaleza, como todo el mundo sabe, representaba como ningún otro sitio en el Paris de la época, la sede de las miserias cuasi a la práctica de la Cour de miracles de Victor Hugo. Entre éstos, aquellos malhechores, asesinos y los metafórica y literalmente desjuiciados. En efecto, hoy es conocido que para algunos de los cautivos, el encierro a la Bastilla era producto de un innecesario juicio. Las cartas firmadas por el Rey constituían en tales casos el veredicto total e inexpugnable de sentencia como castigo último al individuo.


Al ramo de una suerte de los desjuiciados pertenecía el marqués de “La escuela del libertinaje”. En este caso el adjetivo, para el veredicto, parece ilustrarse con el retrato del extraño personaje que describe Appollinaire, un dulce Sade que “a veces lloraba y exclamaba, en un principio de arrepentimiento inconcluso: ¿porqué seré tan horrendo? ¿Pero porqué el crimen es tan encantador?”

Pero, ¿Que hay en esta obra de Sade?, ¿Porqué y para qué el letrado Sade para el cineasta Pasolini? ¿Con qué fin? ¿Contra qué? ¿Contra quien? ¿Para que? Para quién?

Pasolini el artista de la imagen, en el colmo de la irreverencia, logra – y he allí el mérito de la obra-, que a imagen y semejanza de Sade, lleve al ingenuo espectador, fina y sutilmente, o digamos mejor, fina y sádicamente, al lugar del mirón en aquellas escenas y secuencias donde algunos valientes osaron cerrar los ojos o contener sentados cómodamente en las butacas de la sala, el impulso de alejarse de la escena.

Ese es Pasolini. Y en el colmo de la manipulación, con la misma distancia prudente de los binoculares del voyeurista que encarna el refinado Duque desde su mullido sillón, se atreve a colocar en la mirada de cada asistente en la sala, el mismo objeto para hacerlos a su vez, mirones de las máximas escenas de tortura para las “débiles criaturas” destinadas a dar a los tan ilustres como hipócritas caballeros organizadores del encierro, placer.

Pero hay algo más en el subversivo Pasolini. Si hay algo que sorprende del cineasta, es el jugueteo del contraste. Paradójico sistema por ejemplo entre los apacibles y delicados paisajes, valses, preludios de Chopin, la elegancia y el buen decir de los educadísimos personajes (el Obispo, el Magistrado, el Presidente y el Duque), en discordancia con los actos sodómicos, las degustaciones de los “delicados manjares” de los intestinos, el flagelo y las discusiones intelectuales y hasta éticas en la sodomía. Contraste que, al más puro estilo sadiano, según Sade, hace del vulgar libertinaje, el “más delicado refinamiento encarnado en el lazo misterioso fraguado entre el verdugo y la víctima”, como se describe en uno de los diálogos del filme.

“El límite del amor es tener siempre necesidad de un cómplice” grita el Duque bajo las faldas y el líquido de la damisela. Grito que es más reclamo que discurso o exigencia que demanda. Es el contraste, otra vez, de ese paradoxal sistema revelado por el Marqués de Sade.


Este, dijo alguna vez un biógrafo: no era malo de nacimiento. Más bien, “la ambición de celebridad literaria fue el principio de su depravación”. La explicación en ese sentido es que “como no podía remontar el vuelo al nivel de los escritores morales de primer orden, había resuelto entreabrir el abismo de la iniquidad y precipitarse en él, a fin de reaparecer ataviado con las alas del genio del mal y mortalizarse con la asfixia de toda virtud y la divinización pública de todos los vicios. No obstante, aún se advertían en él rasgos de cierta virtud, como la bondad, aquel hombre se estremecía ante la idea de la muerte y sufría un síncope cuando veía sus canas”.

Este “autor de varias obras de una monstruosa obscenidad y de una moral diabólica”, como dirá Baudot, “era sin discusión, un hombre teóricamente perverso. Pero como en fin de cuentas no estaba loco, habría que juzgarlo por sus obras”. De este desjuiciado hay que notar el terrible dilema de sus actos y de sus obras. Baudot por eso no peca de imprudente. En esas sus obras, dice, “hay algunos gérmenes de depravación, pero no locura; (pues) semejante trabajo supone un cerebro bien equilibrado”. Y he aquí su razonamiento: “la composición misma de sus textos exigió demasiada investigación en la literatura antigua y moderna y tuvo por finalidad, demostrar que las grandes depravaciones habían sido autorizadas por los griegos y los romanos. Este tipo de investigación no era moral, sin duda, pero necesitábase una razón y un razonamiento para ejecutarlo, necesitábase una razón justa para cumplir esa investigación, y él la puso en acción en forma de novelas, y estableció con hechos una especie de doctrina y sistema”.

En conclusión, el misterio Sade, sigue estando vigente. No obstante, la controversia del marqués puede que tenga como fondo eso que Oscar Wilde piensa de las obras que el mundo llama inmorales, a saber, que éstas inminentemente lo son en tal descripción, porque se trata de esas que no hacen sino mostrar, la vergüenza propia. Dicho en otras palabras, o actos u obras de lo íntimo y oscuro del humano.

Júzguese lo que se juzgue del marqués, Pasolini lector de Sade tiene clara su intención además de divertirse con la manipulación: vía la imagen colocar a cada espectador en un sillón de sala de cine para que se acuse a sí mismo de voyeur. Pero ¿con que objeto?, quizá para que, cada quien a su manera, interrogue mediante otros, algo de lo propio.

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